Grandes fueron las hazañas de mi abuelo, “El
Tata Gutiérrez”, en el rebuscado y azaroso mundo del Chinchón. Fue un hombre
temerario, arriesgado e imprudente, pero creo yo que a eso se debían sus logros
en el juego. Era capaz de cortar apenas empezada la partida con menos diez y
ambos comodines al principio de la mano y de animarse a hacer chinchón a pocos
puntos de la derrota.
Entre
tantas historias chinchoneras que no me canso de oír, está la vez que ganó una
legendaria partida en el barcito de la esquina de su casa, lugar donde se
jugaban manos clandestinas en la época de la prohibición. La apuesta era
fuerte: una mujer al ganador y un nieto el enganche. Dominó toda la partida sin
sudar una gota y aguantando con hombría las altas dosis de fernet que propinaba
el cantinero de turno. Desde ese día empezaron a decirme “Gutiérrez”. Testigos
afirman que se embriagó como condenado esa noche y que ganó gracias a un pacto
hecho con Mandinga, pero que deshizo a la semana al ganarle en un doble o nada
con una tremenda pata de Espada.
Pero más mítica fue aquella en la que remonto
lo irremontable. Perdía noventa y ocho a menos cuarenta ante un irrespetuoso
joven que pretendía desbancarlo de su trono. Justo en el momento en el que el
juego se veía perdido, sonrió pícaramente para luego retomar la cara de tuje estreñida de siempre que lo
caracterizaba. En no más de cinco minutos la masacre había terminado y al
ingenuo muchacho no se lo vio más.
Al principio dudé. Sabía que mi Tata era el
mejor paladín del chinchón del pueblo, pero debido a la inexactitud histórica y
a la senilidad mi abuelo entré en confusión. Una noche mi abuela me mostró la
prueba irrefutable de lo sucedido. De un cajón sacó una antigua boleta de ABL
con todo el registro, punto por punto. Corrí hacia mi abuelo y le pedí perdón,
un poco avergonzado, por la traición que cometí al no creerle. El me miró y me
dijo: “Vergüenza debería darte. Vergüenza por desconfiar de tu familia, de tu
tradición, de tu pasado. Vergüenza por creer más en un simple pedazo de papel
antes que en aquello que te crió y te enseñó a vivir. Pero no importa ya, has
aprendido tu lección. Me alegro por ti. Ve dichoso, orgulloso y seguro de que
las puertas de la iluminación se te han abierto, oh! Nieto bastardo”. Dicho
eso, me dio vuelta la cara de un bife y se fue al barcito de la esquina a tomar
un vermut.
El Cóndor patagónico
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