Son
las veinte horas y veinte mil minutos (fragmento)
El profesor Eusebio Filigranati caminaba
deprimidísimo en una horrible noche de invierno. La llegada de los fríos
siempre lo ablandaba. El verano, en cambio, aunque se tratase de un estío de
pobreza (los Dioses no lo permitan), ya era otra cosa. Recordaba los
diciembres, eneros y febreros de su infancia, donde no tenía que estudiar ni ir
a la escuela, y estas memorias resultaban muy gratificantes.
Pero los inviernos son para la gente rica. Usted
está en su casa, bien calefactado, se acuesta abrigadito previo zamparse unos
cuantos whiskys escoceses y todo es una verdadera maravilla.
Eso sí: más vale que no se le ocurra ser viejo y
pobre y vivir en una pensión. El imaginario (siempre, pero sobre todo en
invierno) se llena de sombras y al humor le resulta muy difícil fabricar
endorfinas. Y esa noche gélida el profesor caminaba con ocho pesos en el
bolsillo. Su propósito: comprar en cierto boliche una botella de whisky. Valía
siete pesos y sabía bien que, este chiste, le significaría tener que caminar
decenas de cuadras hasta el Centro Cultural Ricardo Rojas donde al otro día iba
a dar clase. La ida y la vuelta, no olvidemos. Pero no le importaba. La
depresión era inaguantable.
Filigranati, por alguna razón, había dejado su
reloj pulsera en casa y, por algún extraño motivo también, necesitaba saber la
hora. En realidad eran las veinte y veinte pero él lo ignoraba.
- Señor -le preguntó a un señor desconocido de
aspecto rarísimo- ¿me puede decir qué hora es?
El otro contestó con voz neutra (como diciendo:
"tal vez llueva o quizá no"):
- Son las veinte horas y veinte mil minutos.
A Filigranati la escena lo dejó estupefacto. Mucho
después, cuando pudo pensar con tranquilidad en el asunto, logró despejar la
intriga: aquello lo había impactado tanto a causa de su fantasmagoría. Por el
ambiente irreal, más que por las absurdas palabras del hombre. A éste, por otra
parte, la rareza le surgía de algún lado ignoto, puesto que vestía
corrientemente. El color negro, violáceo del cielo, contribuía muchísimo.
Quizás, incluso, fuese el principal gestor. Aquel era un frío de fuego fatuo.
El desconocido, como si hubiese dicho la cosa más lógica del mundo, siguió su
camino para luego perderse tras una esquina.
El juicio del profesor estaba tan alterado que, por
un momento, le pareció estar en Paris, en las épocas del Terror. Ahora se
encontraba solo en la calle, pero, durante fracciones de segundos, se vio en
esa famosa tarde: en la Plaza
de la Revolución,
con una multitud vociferante (todos vestidos como hace doscientos años,
naturalmente), la guillotina y Luis XVI a punto de ser puesto en ella. El rey
intentó hablar, pero los tambores, fúnebres y marciales, se lo impidieron. Todo
ello duró fracciones de segundos, como dije.
Filigranati sacó una pequeña calculadora del
bolsillo: si son las veinte horas y veinte mil minutos, eso quiere decir que
estamos en... las diecisiete horas y doce minutos de dentro de catorce días.
No bien llegó a esta conclusión, desapareció la noche,
subió bastante la temperatura (la brusca variación termodinámica lo sobresaltó)
e hizo un sol radiante. Ahora la calle, como por generación espontánea, estaba
llena de gente.
Preguntó la hora a cualquiera. Son las cinco y doce.
Hizo como que iba a comprar un diario, pero sólo para ver la fecha. En efecto:
era de catorce días después, tal como había supuesto.
Pensó: La circunstancia mágica y astrológica que me
desplazó en el tiempo no puede ser eterna. Tal vez en pocos minutos retorne a
mi fecha. Quizá esto sea un don del cielo para hacerme salir de pobre.
Desesperado entró a una agencia. Anotó los números ganadores del Prode, Loto,
Quiniela, Quini 6, Telequino y la lotería chaqueña.
Miró la hora en el reloj del local. Faltaban
segundos para las diecisiete horas y veintisiete minutos. Salió a la calle y le
preguntó a una mujer de aspecto estrafalario:
- Señora, por favor ¿me puede decir la hora?
- Sí, como no. Son las cinco y veintisiete menos
veinte mil minutos.
Se hizo la oscuridad. El golpe de frío lo
estremeció. Otra vez estaba en la esquina donde se cruzó con el hombre raro.
Filigranati siguió su camino, compró el whisky y
volvió a su cuarto muy contento. Llegada que fue la fecha apostó cien pesos
previo distribuirlos entre todos los juegos. Era feliz. Un único temor: ¿Y si
me muero de un ataque al corazón a causa de la alegría? Con esto, claro está,
salía de pobre. Ricacho como Creso, Craso y Graco.
Alberto Laiseca.