Acordeones
Suena
una bocina de fondo. La señora pega su cara al vidrio del auto y sonríe con su rostro
redondo y adormecido hacia mi vista como buscando correspondencia. Sonrío, río
de costado. Suena la bocina nuevamente. Un masculino conduce el auto vetusto en
donde ella viaja. La masa que deambula se saluda bruscamente con sus sonajeros
de adultos.
La
misma persona sube al colectivo. Estoy escuchando esa música, la tuya. Él se
percata de que ya ha estado en esa situación antes. Me reconoce. Lo reconozco. Nos
saludamos misteriosamente en un silencio de vergüenza. Transcurre el viaje. Su
corbata es celeste como la de esa otra vez en esa misma parada y con esa línea
de colectivo. Sus labios son grandes y carnosos. Su pelo lacio y quisquilloso
hacia un lado. Recuerdo su teléfono ultra moderno y digital. Lo saca como
aquella vez. Marca, aprieta teclas y lo guarda, como aquella vez. Yo miro de
costado, sonrío, adivino el movimiento que se confirma. Sigo con mi rutina.
Un
mesero prepara su delantal. Ajusta el piolín a su cintura. Lustra su bandeja.
Espera al cliente que pedirá como todos los días el cortado con medialunas de
grasa y se sentará en la misma mesa para leer el diario y mirar por la ventana
para tratar de huir de la información.
Los
porteros baldeando las veredas, comentando el partido del día anterior y
homenajeando la belleza femenina. El desgarbado paseador de perros se enfrenta
con esas caras de ladrido como todas las mañanas. La plaza: su liberación o su
cárcel. El portero refunfuña por el transcurrir de las horas sin sueño y las
pisadas animales.
Las
niñas con sus tapaditos negros y sus botitas ad hoc transitan apuradas y
maquilladas por la vetusta pasarela de las ilusiones. Las palomas me marean con
sus piojos grises de ciudad mugrienta.
En
la esquina aparece el mismo gato polvoriento y piojoso. Todas las mañanas se
despereza y sacude sus ancas de ser adormecido y nostálgico. Un personaje se
dirige a comprar pollo en dudoso estado. Es temprano y el dueño nuevamente se
quedará unos minutos más en la cama haciéndole mimos a su mujer acolchonada.
En
la penumbra del día invernal las bufandas se entrelazan en los cuellos y los
sostienen. Se duermen parados los personajes urbanos en los autobuses. Los vehículos
son partículas desorientadas buscando un polo. Hacia el mismo lado. Viento,
revoloteo. Nuevamente doblan. Siguen andando. Átomos internos adormecidos.
Mi
parada. Roces y el timbre. Suena. Suena otra vez. Alguien aprieta no se sabe
qué botón de la conciencia horaria. Retumba en mi cabeza una película. Bajo.
Toco el piso, el resbaloso piso de la ciudad baldeada tempranamente. El
diariero madrugador está ordenando su barricada. Unos lentos pares de zapatos
que no puedo calzar se me presentan como vereda interminable. Me los voy
poniendo: zapatos, zapatillas, botas, suecos ajenos y grises de rutina. El
portero está en el frente. Expectante, piensa que esta vez lo saludaré con un
beso. Sigue esperando. Entro, aunque esta vez descalza. Pasillo, ascensores que
hacen ¡pin!, saludos cordiales a los
desconocidos de siempre. Saludos apropiados a los conocidos recientes.
Ascensor: cubículo uterino que nos hace parir. Quinto piso. Desciendo y ¡pin!: larga jornada. Pienso en el
felino nostálgico, en la señora que temprano aprieta una naranja en la
verdulería, en la palidez de la juventud somnolienta. Los zapatos me esperan a
la entrada para que los camine nuevamente.