Dicen por ahí que las han visto correr eufóricamente por
los jardines. Sin vestidos finamente diseñados y adornados con lazos y
puntillas, sin suecos ni guillerminas. Corren, saltan, ríen libres de cualquier
culpa, son inocentes pero a la vez cómplices de su conducta.
Dicen haberlas
visto escondidas entre los tupidos arbustos, escondidas de los mandatos, aquellas
redes que las mantienen en orden y atrapadas buscando siempre una salida.
Juegan con las flores, sus pétalos les arrancan, a la misma naturaleza les
devuelven el daño que por ella padecen. No necesitan prendas para expresarse,
lo hacen con sus cuerpos desnudos; son solo un grupo de niñas que buscan
alegría.
Gritan
desaforadamente, nadie las entiende, mientras se atrapan mutuamente o juegan a
las escondidas y entre los robles, bien pérdidas, se ocultan de los tabúes que
las acechan día a día.
Ella corre por sobre los verdes pastizales. Sonríe con euforia, camina a
saltos. Sus penas son olvidos de un lejano pasado. Ella grita sin dolor, con
sus blancas manos recorre al tacto la suavidad del pasto. Lo impregna con su
cuerpo latente en el espacio.
Salta con alegría, sus pies son
resortes sobre la tierra rígida. Desborda de deseo, bajo los rayos del sol,
bajo el cielo inmenso.
Ella sueña con su mente, vuela
alto por el universo. Ella canta con sus cuerdas, los pájaros la escuchan y
ante la divinidad de su figura, toman vuelo al compás del viento.
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